lunes, 19 de julio de 2010

COMENTARIOS DE ARTISTAS

La ví pasar de lejos, la primera vez con un costal al hombro trocha de bajada,
bien de mañana. Sabía que se trataba de ella porque no había más vecinos
selva arriba. Horas después regresaba conservando el ritmo y sin distraer la
mirada. A la mañana siguiente supe que en el costal llevaba naranjas, que
madrugaba y bajaba a venderlas en la playa. Esa mañana desayunamos con
jugo de naranja.
Todos los días la veía atlética subir, atlética bajar. Una mañana coincidimos en
la playa, yo estaba leyendo, se me acercó y me contó que ella en cambio, leía
las hojas de los árboles. Los amigos la invitaron a quedarse, ella respondió que
tenía que ir a comprar pilas para el radio. Al otro día nos volvimos a encontrar,
yo seguía leyendo, ella caminando (trocha arriba y trocha abajo).
Dos años después en mi tarea de escoger de un listado de artistas al de la
reseña, recibí la foto de unos pies, en la ficha técnica el dato: María Teresa
Hincapié: “Divina proporción” (detalle) 1996. Performance.
Pregunté, la encontré, y charlamos una mañana completa junto a la cocina
de su casa, tomando tinto de una sola taza que luego ella cuidadosa lavó
con limón, mientras hablamos de Peregrinos. Salí de su casa con el sabor
a tinto, justo en el momento en que empezaron a llegar sus alumnos para
seguirla en fila india, en un trayecto lento que iba marcando sobre el piso de
madera, caminando.
Catalina López


La primera vez que ví y oí a María Teresa fue en la Luis Ángel, para ese
entonces de mi rebeldía idealista –1995– me parecía una contradicción que
estuviese allí, cobrando plata, por hablar de su ideal en la Sierra, compartiendo
su proyecto de vida de dejar atrás lo material y regresar a lo básico, a lo
natural.
Hmm, ahora me encuentro recorriendo el mismo camino que ella tantos años
atrás quiso mostrarme y no pude ver–entender. Ahora doce años después
comprendo que la rebeldía toma fuerza cuando somos capaces de empezar
por nosotros mismos y cuestionar nuestras más arraigadas convicciones, éticas
y costumbres.
Ironía– como en vida nunca pude identificarme con ella y bastó su paso al
mundo inmaterial para sentirla mi hermana, mi madre, mi maestra.
Carolina Caycedo

Puerto Rico, 2008.


Conocí a María Teresa Hincapié en 1989 cuando realizaba un trabajo
experimental titulado “Punto de Fuga” en el Museo de Arte de la Universidad
Nacional. Por esos años no sabía quien era ella, ni de donde venía, pero
la fuerza de su acción que se llevó a cabo durante tres días consecutivos y
durante doce horas seguidas, me tuvo sentada en el museo por muchas horas
y durante dos días.
A partir de ese momento quedé impactada por la disciplina y la concentración
con la que realizaba sus movimientos con suma lentitud. Después hablando
con ella me enteré que venía del teatro, que se había formado con la “práctica
del artista” del teatro antropológico de Eugenio Barba y con las lecciones de
Grotowski sobre el “actor santo” y el “teatro pobre”. A partir de esa intervención
hice una reseña para Arte en Colombia.
Una de las presentaciones más impresionantes se llevó a cabo en la galería
Valenzuela y Klenner cuando presentó una de las versiones de “El tiempo se
mueve despacio”, con su hijo Santiago Zuluaga, creo que allí hizo presencia
lo que Grotowski llamó “el actor santo”. Según Raúl Kreig, en el teatro de
Grotowski “el actor no actúa, no finge, ni imita. Debe ser él mismo en un acto
público de confesión. La representación debe servir a la manifestación de lo
que cada actor es en su interior. Por eso cuando Ryszard Cieslak –quizás el
único actor que cumplió acabadamente con el modelo grotowskiano– dice:
“Te mostraré mi hombre”, y Grotowski le responde: “Muéstrame tu hombre
y te mostraré tu Dios”, quieren expresar que el actor dentro de la obra, del
espectáculo, ofrecerá su confesión, su cuerpo y alma desnudos, su yo intelectual
y biológico. Mostrará todo aquello que la cultura y la vida cotidiana le impiden
mostrar. Esa noche María Teresa en una acción en la que predominaba la
quietud, ofreció la confesión de su cuerpo y su alma con la fuerza, la convicción
y la disciplina que caracterizaron su vida y su obra.
Marta Rodríguez




Tras pasar por sus talleres lentos, y asistir a la presentación de María Teresa
de “Una cosa es una Cosa”, sucedió algo que cambio mi día a día.
Con su proposición se cayeron las formas de la mesa. Eso que Carreño inscribe
en su tratado de urbanidad, la cultura de la etiqueta y las maneras, fue reformulada,
y el ejercicio de poner los cubiertos y platos, esa “educación” de la
mesa se convirtió para mi en un acto diario con posibilidades. El tenedor dejó
su lado derecho francés, el cuchillo de mi puesto se juntó con el cuchillo de mi
hermano, las cucharitas inglesas hacían corro todas juntas, y la simetría y el
espejo daban libertades, proponían cada día una forma diferente de pensar,
de comportarse, en su ejercicio como cosas. Ahora que me doy cuenta, tantos
años después de haberle visto, todos los días pasa por aquí.
Alberto Baraya




Me cuesta hablar de Tere como se habla de una artista reconocida de la que hay que
hablar ahora porque ya no está.
Conocí a Tere hace veintidós años, en 1986. Yo acababa de regresar a Colombia después
de doce años de ausencia y no conocía a nadie, excepto a José Alejandro Restrepo,
que había conocido en Paris mientras estudiábamos. Tere vivía con él desde hacía poco
tiempo en la Candelaria. Iban a arrendar una casa y buscaban gente para compartirla.
Era una casa enorme en la esquina de la calle 11 con carrera 3. En esa casa coincidieron
muchos artistas que regresaban del exterior y Heidi, que regresaba también por esa
época, terminó viviendo con ellos. Durante el día, pasaban a hacer visita y a conversar
Doris Salcedo, Victor Laignelet, Álvaro Restrepo, todos recién llegados. Mientras Tere y
José Alejandro ensayaban “Parquedades” en un cuarto, Heidi y yo montábamos Casa
Tomada. Ni lo suyo ni lo nuestro era considerado plástica o teatro. Solo Carolina Ponce,
asidua de esa casa, defendía a capa y espada nuestra obra, por fuera de las categorías
rígidas de la época. Tere descubría en ese momento esa zona híbrida de creación que
le permitiría hacer el duelo del teatro con el que había trabajado durante muchos años:
El Acto Latino. Fue para ella una tabla de salvación: no depender ya de un grupo, de un
teatro, de una idea fija de la creación artística. Aunque, en el fondo, Tere siguió siendo
profundamente una actriz, volcó toda su orfandad (profesional, social y afectiva) en lo que
los otros llamarían en su lugar performance. La recuerdo todavía pidiéndome bibliografía,
en esa época, sobre ese término. José Alejandro la inundaba de conceptos que ella
no conocía pero de los que estaba ávida, no por un afán de conocimiento intelectual
sino por un afán de supervivencia, presagiando tal vez con lucidez la soledad en la que
tendría que proseguir su camino. Pasábamos horas en la cocina de esa casona. A veces
pienso que Tere gestó allí los embriones de sus futuras acciones mientras hablábamos de
nuestras obras pelando lentamente y durante horas papas, plátanos y yucas; desgranando
mazorcas y arvejas. Ella preparaba unos fríjoles deliciosos y un legendario sancocho. Sus
manos conocían a la perfección todos los gestos fundamentales de la vida. El gesto como
medialidad, como diría Agamben, no como finalidad. Por eso nunca me sorprendió verla
pasar de la situación dramática a la acción plástica, del movimiento al gesto, de la voz
hablada a la voz cantada, del texto al silencio, del sonido al aliento. Su arte atravesó,
como dice Zeami de los grandes artistas, la edad de la piel y la edad del músculo, hasta
llegar a la edad del hueso.
Rolf Abdelharden

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