jueves, 12 de agosto de 2010

INTERVENCION HUMANA

María Teresa Hincapié: ritos de sanación colectiva

ESPECIAL/EL NUEVO HERALD

Con la exhibición In body and Soul: The Performance Art of María Teresa Hincapié, curada por Francine Birbragher, el Frost Art Museum realiza un tributo a quien fuera la mayor artista de performance en Colombia en el siglo XX, y una figura esencial en el surgimiento de este arte en Latinoamérica.
La acertada reconstrucción documental que Birbragher hace de la más efímera de las artes revive la naturaleza del performance de Hincapié (1956-2008), inseparable de la intensidad de una vida que no deja de conmovernos. En Vitrina (1989), obra clave que marcó la transición de la actriz de teatro a la protagonista de sus performances, eligió un espacio fronterizo entre lo privado y lo público para realizar --con delantal de aseadora y durante ocho horas-- un trabajo de limpieza ligado a lo
doméstico.
La transparencia de la vitrinala expone ante los transeúntes a la vez que sirve de espejo de su realidad.. Sobre esa superficie de dos caras traza su silueta, sus labios, senos, manos y sexo, y textos que multiplican su identidad: ``Soy una mujer casada'' (no lo era), ``soy una mujer que grita'', ``soy una mujer de luz'', ``soy una mujer vacía''. O interroga a quienes la miran (de ahí la elección de Birbragher de ubicar la proyección a la altura aproximada de los ojos del espectador): ``¿Ustedes creen que esto es teatro?''. En un momento dado, acerca sus labios pintados al vidrio y deja la huella de un beso.
La prolongada extensión temporal de ese primer performance no sólo lo diferenciaba del teatro, sino lo equiparaba a la jornada cotidiana. Pero además, hacía del gesto de la limpieza, minimizado por el desdén social, una suerte de épica de la cotidianeidad femenina. Cerca de dos décadas más tarde, las fotografías del video que inicialmente sólo cumplía una función documental, le ayudaron a financiar la batalla contra el cáncer que al final perdería.
En el performance El espacio se mueve despacio (2003), después de escribir con tiza la palabra ``dolor'' en el piso, e iluminarlo con velas, empleó 24 horas para borrar la palabra del todo con sus pisadas, mientras sonaba la música compuesta por Santiago Zuluaga y en el trasfondo se proyectaban imágenes de muros y pasos en templos o ciudades distantes. Un monje budista la relevaba en sus caminatas. Birbragher describe en el catálogo de la exhibición la función de la extensión del tiempo (y de la lentitud) en su obra. ``Si bien hubiese podido hacerlo en segundos, escogió tomarse el tiempo y demostrar con ello que el `dolor' no se va tan fácilmente y que el proceso de sanación es lento y toma tiempo''.
La noción de sanación implicaba para Hincapié un viaje hacia lo que Jerzy Grotowsky, quien la influenció, llamaba ``el acto total'': un emerger del ser esencial en contacto con el otro. Una conjugación entre los despojamientos de todos los excesos (individuales, sociales, ambientales) y el preguntar en voz alta por lo salvable. En ese sentido, las piezas elegidas son reveladoras. En la pared enfrente de Vitrina está el video del performance Una cosa es una cosa (1990). Con la totalidad de sus posesiones materiales, empacadas en bolsas, fue formando a lo largo de 12 horas durante 18 días una instalación que, como Birbragher nota, acababa conformando ``un mandala''. El video que lo rehace proyecta simultáneamente la construcción y deconstrucción de ``ese laberinto que conectaba su mundo íntimo con el público''. Refleja el carácter sacro que daba a su relación con los objetos, marcada por el reconocimiento de que las posesiones son extensiones de la identidad y su exceso puede desequilibrarla. En ese performance, por ejemplo, demasiadas cosas propias hubieran impedido estructurar la instalación total. Esa idea de moderación, de desprendimiento, y de atención a lo esencial incluso materialmente, se va proyectando a una manera de habitar el planeta con balance, incluyendo así el cuidado propio y colectivo.
En los años finales, Hincapié se retiró a una cabaña que alzó con sus manos como parte de un performance vital: existir como una ``Eva construyendo su propio paraíso'', como dice Birbragher. Un paraíso que no arrasaba la tierra. Hay una fotografía --reproducida para la exhibición con una dimensión demasiado pequeña, adscrita al registro documental, pero cuyo valor estético es el de una pieza de arte contemporáneo-- que revela esa iconografía del paraíso: El espacio inexistente (2001). La imagen evocaba el performance, concebido en esa cabaña de la Sierra Nevada, en Colombia, que iba a hacer en España, pero que por circunstancias realizó otra persona. En un paraje donde se adivina una construcción de piedra en el trasfondo, ella se tiende rodeada de la luz blanca de una cascada y del dorado borde de las hojas de un árbol inmenso, como en las alas del sueño o de la muerte, vestida de negro. Su imagen multiplicada convive con las de pequeñísimos bovinos que pastan en un horizonte, sin la tensión de los ritos de caza del arte rupestre.
Ese tiempo suspendido y luminoso sugiere el ritmo lento de los procesos sanadores y de un despojamiento --en su paraíso ya no hay objetos fabricados; sólo el cuerpo vestido-- que tiende a la unidad con el mundo natural. Su último performancePeregrinos urbanos (2005) fue una ``intervención humana'' en la caótica urbe bogotana con transeúntes vestidos de blanco y rojo y entrenados para moverse con poética lentitud y comunicar en sus gestos la necesidad de detenerse. El rastro de María Teresa Hincapié está en esos registros documentales que hoy son obras de gran poder estético y contienen la cifra de un modo de vida posible. Detienen el vértigo y la voracidad. • 
adrianaherrerat@aol.com


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